martes, 10 de noviembre de 2009

La penumbra reinaba en el desordenado salón de mi casa, cuando, aprovechando mi distracción, se acercó sigilosamente, a traición, por la espalda, y se apoderó de mi con un fuerte zarpazo. Yo no podía hacer nada, no tenía medios para oponerme a ella, ni siquiera podía gritar para pedir auxilio – me tenía presa, hipnotizada. Después de tenerme dos horas inmóvil en el sillon, me soltó un momento, para que yo, como en trance, bajara a pagar el parquing del coche hasta las 11 de la mañana. No me dejó ni vestirme, solo me quedaba rezar que los pantalones de leopardo del pijama pasasen por alguna nueva moda. Para pasar desapercibida, para no llamar la atención de nadie que pudiera socorrerme. Al volver, vi a la vecina de primero desatando la bici de la valla, para entrarla en casa. Llevaba el mismo propósito que yo. Levaba el mismo pantalón que yo. También ella, estoy segura, tuvo que mandar mensajes tranquilizadores a familiares, compañeros y amigos, – "estoy bien, solo un poco mala, mañana me quedo en casa, cogedme la practica del lunes".
Las tardías horas dejaron de impresionar, el reloj ya no apremiaba con el constante avance de su tic-tac. El tiempo ya no era importante. El día de mañana se presentaba desolado, vacío de contenido, cubierto por una calma gris que ya me atrapaba por adelantado con su tranquilizante viscosidad. Estaba total y irremediablemente perdida, atrapada, a su merced. Era ella, única, temible y deseable: pereza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario