martes, 19 de febrero de 2013



Anochecía, y las palabras seguían sin componerse en frases. Seguía sin haber un fin, un “porque”, una razón, y sin fin, como bien se sabe, no hay principio. Ella llevaba días así. Las manos caían rendidas, incapaces de volver a empuñar la pluma. Desaparecieron todos aquellos peces de colores que le llenaban la cabeza y le hablaban de mundos fantásticos y “quizás” maravillosos, desapareció todo. La cuidad se quedó yerma y gris, cuando ya no contaba con la sonrisa de él, y la desesperación se apoderó de sus calles.
Hacía ya tres meses desde que el interminable tono de llamada ponía banda sonora a su vida, y desde entonces la mano se negaba a obedecerla, se negaba a ayudarla a aligerar la carga del vacío que llevaba dentro, a canalizarlo y verterlo en intrincadas líneas sobre el folio.
En su dentro no quedaba nada, y este nada se negaba a salir, creciendo y adentrándose en cada rincón de su alma cada día de estos tres meses. Y hoy era el último.
 
La maleta estaba justo detrás de ella, en la puerta del pequeño estudio que alquilaba en el barrio viejo. Ya estaba hecha, por si acaso la inspiración y la vida no aprovechaban esta oportunidad para volver a iluminar sus ojos. Miró por última vez al folio blanco, acarició con ligera decepción, pero sin reproches, el raído canto del viejo escritorio, y se levantó.

Solo tardó treinta segundos en bajar desde el séptimo piso, levantando la pequeña maleta con una mano y ciñéndose un sombrero de ala corta con la otra. Adiós, - dijo a la anciana vecina, adiós, - al pasamanos de madera, adiós, - al árbol de enfrente, al parquímetro, a la cafetería de los desayunos al mediodía, adiós a los mediodías, a las tardes, y, sobre todo, a las noches.
Arrancó rápido y recorrió la cuidad sin mirar por los espejos. El semáforo al final de la ronda estaba en verde, pero quedaba lejos. Quitó la marcha. Verde, como sus ojos bajo un sol resplandeciente; verde, como el vestido que puso en su fiesta de cumpleaños.
Ámbar. Como sus cervezas tostadas, como el primer rayo de sol que le hacía cosquillas en la mejilla.
Rojo.
Rojo, como los atardeceres que pasaban juntos; rojo, como las sábanas que presenciaban sus noches interminables; rojo, como el carmín con el que llenaba su cuerpo; rojo, como la desesperación, la añoranza, el dolor, como lo que veía en aquel mismo instante al cerrar con tanta fuerza los ojos que dolían los parpados...
Verde, de nuevo verde.

Puso primera y lanzó el último adiós al vacío. Nunca sabría si él volvió, pero ya no importaba.