Anochecía, y las palabras seguían
sin componerse en frases. Seguía sin haber un fin, un “porque”, una razón, y
sin fin, como bien se sabe, no hay principio. Ella llevaba días así. Las manos
caían rendidas, incapaces de volver a empuñar la pluma. Desaparecieron todos
aquellos peces de colores que le llenaban la cabeza y le hablaban de mundos
fantásticos y “quizás” maravillosos, desapareció todo. La cuidad se quedó yerma
y gris, cuando ya no contaba con la sonrisa de él, y la desesperación se
apoderó de sus calles.
Hacía ya tres meses desde que el
interminable tono de llamada ponía banda sonora a su vida, y desde entonces la
mano se negaba a obedecerla, se negaba a ayudarla a aligerar la carga del vacío
que llevaba dentro, a canalizarlo y verterlo en intrincadas líneas sobre el
folio.
En su dentro no quedaba nada,
y este nada se negaba a salir, creciendo y adentrándose en cada rincón de su
alma cada día de estos tres meses. Y hoy era el último.
La maleta estaba justo detrás de
ella, en la puerta del pequeño estudio que alquilaba en el barrio viejo. Ya
estaba hecha, por si acaso la inspiración y la vida no aprovechaban esta
oportunidad para volver a iluminar sus ojos. Miró por última vez al folio
blanco, acarició con ligera decepción, pero sin reproches, el raído canto del
viejo escritorio, y se levantó.
Solo tardó treinta segundos en
bajar desde el séptimo piso, levantando la pequeña maleta con una mano y
ciñéndose un sombrero de ala corta con la otra. Adiós, - dijo a la anciana
vecina, adiós, - al pasamanos de madera, adiós, - al árbol de enfrente, al
parquímetro, a la cafetería de los desayunos al mediodía, adiós a los
mediodías, a las tardes, y, sobre todo, a las noches.
Arrancó rápido y recorrió la
cuidad sin mirar por los espejos. El semáforo al final de la ronda estaba en
verde, pero quedaba lejos. Quitó la marcha. Verde, como sus ojos bajo un sol
resplandeciente; verde, como el vestido que puso en su fiesta de cumpleaños.
Ámbar. Como sus cervezas tostadas,
como el primer rayo de sol que le hacía cosquillas en la mejilla.
Rojo.
Rojo, como los atardeceres que
pasaban juntos; rojo, como las sábanas que presenciaban sus noches
interminables; rojo, como el carmín con el que llenaba su cuerpo; rojo, como la
desesperación, la añoranza, el dolor, como lo que veía en aquel mismo instante
al cerrar con tanta fuerza los ojos que dolían los parpados...
Verde, de nuevo verde.
Puso primera y lanzó el último
adiós al vacío. Nunca sabría si él volvió, pero ya no importaba.
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